[Análisis] Cataluña dentro del movimiento populista
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El 1 de octubre de 2017, en Cataluña, masas de personas desafiaron a la policía para votar, y se enfrentaron a la represión por haber participado en un referéndum organizado por su gobierno y declarado inconstitucional por el Estado español. La imagen de personas pacíficas, arrastradas al suelo y golpeadas por la Guardia Civil en el marco familiar de una escuela que sirve de mesa de votación es realmente chocante. Este referéndum tomó a partir de entonces el aspecto de un «levantamiento democrático» en el corazón de Europa (¿qué puede haber de más democrático que un referéndum o que un país europeo?), avergonzando incluso a quienes se habían opuesto a él, desde Podemos hasta las instancias de la Unión Europea. Resulta fácil condenar a los políticos o a los partidos extremistas, pero la organización del referéndum ha logrado dar la imagen de un pueblo que acudía pacíficamente a votar, lo cual constituye el fundamento ideológico del Estado moderno, y que fue brutalmente reprimido por su propio Estado.
Todos los Estados europeos se han constituido, cada uno a su manera, mediante la negación o la absorción de las identidades particulares presentes en «su» territorio, de las que, evidentemente siguen quedando trazas hoy en día. Pero si la cuestión cultural desempeña un papel en Cataluña, no lo hace sino como un marco general para una entidad «Cataluña» que permanece entendida económicamente por encima de todo. Lo que se plantea en las reivindicaciones no es tanto la cuestión de la identidad o de la lengua (en Cataluña, la tesis se sostiene en catalán) como la de una fiscalidad excesiva que frenaría el desarrollo de la región y obligaría al Gobierno de la Generalitat a aplicar las medidas de austeridad impuestas por Madrid. La cuestión catalana plantea, pues, la cuestión de las relaciones entre el Estado y el capital. En el seno de este conflicto, la formulación ideológica de las relaciones entre el Estado, el «pueblo» y la economía se convierten en lo que está concretamente en juego en el marco de unas relaciones de clase bien reales.
Tras la crisis de 2008, el Estado se presentó como avalista último frente a la anarquía capitalista y los intereses privados desenfrenados. De hecho, la intervención concertada de los bancos centrales, el rescate de los bancos y la compra de activos «podridos» fueron decisivos para salir de la crisis. En la zona euro, esta intervención se llevó a cabo a través de la imposición por parte de los Estados, de acuerdo con las instituciones supranacionales del FMI y el BCE, de políticas de austeridad, que en la práctica también se han llevado a cabo desde los Estados más ricos hacia los Estados más pobres, como resulta flagrante en el caso de Grecia. Esto nos lleva a una situación aparentemente paradójica en la son los Estados los que se esfuerzan por deshacer la soberanía nacional para mayor bien del capitalismo.
Hoy en día hay quien concibe las fronteras, en otro tiempo sinónimo de encarcelamiento y de opresión, como barreras protectoras contra un orden capitalista que las disuelve constantemente para hacer más fluida la circulación de mercancías, a la vez que las refuerza para luchar contra la trágica circulación de seres humanos que engendra el primero.
En 2009 —con las revueltas griegas— y con los levantamientos árabes en 2011, parecía estar abriéndose una ventana insurreccional. Sin embargo, la sociedad civil se convirtió muy rápidamente en el meollo y el terreno de estos movimientos, y el Estado —su reforma y su democratización— en su horizonte exclusivo. Si tanto en Egipto como en Túnez las huelgas obreras fueron masivas y se llegó a una situación casi de ruptura con el Estado, por varias razones —entre las que no cabe descartar la perspectiva de la represión (los carros blindados que «protegían» a los manifestantes de los ataques de los esbirros de Mubarak o que tomaron posiciones alrededor del Canal de Suez plantearon de manera muy concreta la cuestión de la abolición del Estado), ahora hemos desembocado en una situación en la que la cuestión del Estado, de su legitimidad, de su capacidad de reflejar las expectativas de la sociedad civil, de convertirse en garante de una distribución más justa de los ingresos y de la libertad de participación de cada cual en la vida económica y social (en los países árabes la cuestión de la corrupción y la monopolización del poder por parte de una camarilla es insoslayable), se ha convertido en el horizonte de todas las luchas de la época.
El movimiento de las plazas, de Tahrir a Taksim e incluyendo a las distintas versiones de Occupy en Estados Unidos y Europa, convirtió a la sociedad civil en el corazón y el meollo de las reivindicaciones, en el marco de un movimiento global donde, si el proletariado siempre estuvo presente en mayor o menos medida, la clase media se volvió cada vez más central, no sólo como realidad social sino también como cuestión política. Este movimiento, desde que deja de ser puramente crítico (como fue en España el movimiento 15M) y tiende a reivindicar el poder estatal en nombre de la sociedad civil, puede describirse adecuadamente con el término «populismo». El populismo —cuando es de izquierda o «social»— es también el producto conjunto del fracaso de estos movimientos y del agravamiento de las medidas de austeridad, así como de la represión por parte del Estado de movimientos puramente de protesta.
Hay que situar este ascenso del populismo en este momento que siguió al «invierno árabe» y la elección de Syriza en Grecia, y que se caracteriza por un retorno global del crecimiento. Este momento de «salida de la crisis» es esencialmente el de las políticas de austeridad, del empeoramiento de las condiciones de explotación de los proletarios y del final del Estado del bienestar incondicional que prevaleció durante los «Gloriosos Años Treinta». Sin embargo, la flexibilización del mercado laboral sólo puede funcionar si el Estado asume una parte de la reproducción de la fuerza de trabajo. Esta parte se convierte entonces en objeto de luchas sociales y políticas por parte de los segmentos de las clases que se benefician de ella y están en condiciones de negociarla. Estas luchas tiene como meollo la definición del Estado y la extensión de sus prerrogativas, en el marco de un liberalismo que ningún actor cuestiona realmente (una vez enterrado de forma permanente el proyecto «socialista» de una economía dirigida por el Estado).
Por «populismo» no debe entenderse una política demagógica destinada a instrumentalizar a las clases más pobres y menos instruidas, ni el simple nacionalismo (aunque pueden encontrarse en él elementos de estas dos acepciones), sino más bien un movimiento interclasista en el seno del cual no se obtiene la unidad nacional identificando a los sujetos con el Estado «de abajo hacia arriba» (como en el caso de la defensa «popular» de una política colonial, por ejemplo), sino más bien mediante el reconocimiento horizontal de la igualdad de esos sujetos en el marco de un todo nacional, así como la redefinición ideológica de las relaciones capitalistas sobre la base de esta igualdad postulada como algo sustancial. Concretamente, esto significa la preeminencia del Estado, considerada como «cosa del pueblo», emanación de la comunidad y, por lo tanto, responsable de la existencia concreta de esta supuesta igualdad. Es de esto de lo que habla Mélenchon en Francia cuando propone un «proceso constituyente». En el caso de Cataluña y del movimientoseparatista, formular la preeminencia del pueblo sobre el Estado es lo que le permite afirmar que es el propio pueblo quien define «su» conjunto nacional y no al revés.
El populismo plantea la cuestión de la sociedad civil, pero de una manera muy particular, presentándolo como una comunidad sustancial —el «pueblo»— ya sea de manera política (pertenencia a la República) o étnica (idioma, costumbres, orígenes) y como una comunidad material, gobernada por el Estado y existente dentro de las categorías de capitalismo. Para el populismo, lo que confiere su legitimidad al Estado es una comunidad sustancial, y ésta también es el medio por excelencia a través del cual las relaciones sociales capitalistas son fetichizadas, o más bien, el lenguaje mediante el que se expresa esta fetichización.
Pero esta comunidad sustancial no está compuesta por otra cosa que relaciones sociales capitalistas repintadas con los colores supuestamente fraternales de la bandera nacional. El empresario catalán y su trabajador catalán comparten la misma lengua, pero la relación de explotación que sigue existiendo no tiene lengua ni bandera, y la plusvalía extraída acaba reuniéndose con los demás capitales en el mercado mundial, antes de volver a venírseles encima en pleno rostro a los proletarios en forma de acuerdos de competitividad aprobados, eso sí, entre catalanes.
La categoría social a la que el populismo se opone, no es la burguesía como tal (explotadora, propietaria de medios de producción, etc.), en la medida en que tanto el patrón como el trabajador pueden pertenecer a la comunidad sustancial del «pueblo», pese a no ocupar en ella la misma posición. En este sentido, el populismo se muestra como legítimo heredero de la consigna del 99% frente al 1%. El enemigo también en este caso, son las élites globalizadas que no pertenecen a ninguna comunidad, clase circulante, geográficamente móvil y sin vínculos comunitarios, clase de lo global contra lo local, de los flujos financieros abstractos contra la producción y los servicios concretos.
Es a esta «clase» de las elites globalizadas a la que el separatismo catalán de izquierdas propone cortar las alas y remachar al suelo de la patria mediante el bloqueo de sus activos en caso de que sueñe con abandonar el país después de la independencia. Y de hecho, han sido los bancos y las empresas del Ibex 35 las primeras en dejar de tener en suelo catalán sus sedes sociales, en un gesto simbólico pero de adhesión explícita a Madrid. La extrema izquierda populista muestra aquí en qué medida el separatismo también expresa un conflicto entre sectores de la burguesía, entre la burguesía comercial y de servicios «pequeña» y la burguesía «grande» de los flujos financieros globalizados, planteando así, dentro de este conflicto de clase el viejo tema ciudadanista de la economía «real» frente a la economía «abstracta». Es esta burguesía, a la que se agrega indisolublemente la clase media, la que constituye ese amplio coro de funcionarios, empresarios, comerciantes, abogados, médicos, al que se añaden voces obreras y dice: «La economía es NUESTRO trabajo; somos NOSOTROS los que producimos la riqueza.» Y eso expresa en el lenguaje de la ideología esta verdad teórica: el capital, es la sociedad misma.
Porque, obviamente, las elites globalizadas, son también aquellas con las que se comercia y para las que trabajamos, y la Unión Europea también es su sede, la sede los grandes grupos financieros e industriales que han invertido mucho en España, una vez que el Estado (también a través del gobierno catalán) les ha preparado el terreno ofreciéndoles a domicilio y sin pagar derechos de aduana mano de obra calificada a bajo precio y un vasto mercado interior a conquistar. Por tanto, la inserción en el mercado mundial que los separatistas ofrecen como garantía económica de credibilidad es precisamente lo que frena el proceso de independencia, ya que no es posible separar el Estado de la economía reduciendo el Estado a una comunidad de trabajadores en activo y de empresarios responsables que van cogidos de la mano a crear riqueza en el mercado mundial. La deuda que Barcelona tendría que heredar de Madrid si abandonase España e iniciara un proceso de readhesión a la UE, colocaría inmediatamente Cataluña en la situación de Grecia, porque también es a través de la deuda y las medidas de austeridad impuestas por el Estado como España, y por tanto Cataluña, se insertan en el mercado mundial: también en este caso, las distinciones ideológicas operadas por el populismo demuestran su impotencia para comprender la realidad del momento que las constituye.
El interclasismo que se manifiesta en la situación catalana, tiene lugar, de hecho, como siempre, entre segmentos de clases muy determinados, que reflejan las condiciones económicas de la región. En efecto, si Cataluña, precozmente industrializada, ha conservado y desarrollado una estructura industrial importante, particularmente en el sector del automóvil o el de la química (en plena expansión), y se ha deshecho del sector agrícola —tan importante en la mayoría de regiones pobres en España—, los servicios representan la mayor parte de su PIB (alrededor del 74%). Durante la huelga general (también llamada «paro cívico») organizada el 3 de octubre por los independentistas, la mayoría de los servicios públicos (transporte, museos, etc.) y el sector de la salud, principales concernidos por la independencia y afectado por los recortes presupuestarios, así como los sectores comerciales (el puerto de bienes) se declaró en huelga. El Barça cerró el Camp Nou, pero los Seat siguieron saliendo de los talleres como siempre. Es cierto que en caso de independencia los catalanes continuarán acudiendo al estadio y que el Barça podrá continuar con sus transferencias de 40 millones de euros; pero no es del todo seguro que el fabricante alemán mantenga sus fábricas donde están: en Martorell, cerca de Barcelona, donde se ha sudado mucho para lograra la «recuperación», 10.000 personas se encontrarían en situación de desempleo.
Pero si la cuestión separatista en Cataluña puede ser presentada esencialmente como una lucha entre sectores de la burguesía en cuyo seno participan segmentos de clases cuyos intereses están vinculados a los sectores de la burguesía catalana favorables a la independencia, no hay que perder de vista el hecho de que estos intereses son tanto ideológicos como reales, sin que sea realmente posible separar lo uno de lo otro. La tesis de unas masas manipuladas por los nacionalistas burgueses refleja un profundo desprecio por las denominadas «masas»: la «gente» —dado que en el caso de populismo esta categoría abstracta adquiere pertinencia— no son unos imbéciles que se lanzan ciegamente sobre la primera identidad que se presenta. De hecho, la reivindicación de independencia también es una reacción a las medidas de austeridad adoptadas por el propio gobierno catalán, una forma de atraparlo en su propio juego, cuando no de oponerse a él.
El momento populista en Cataluña es el de la post-crisis de 2008, que dejó a España de rodillas, el de la explosión de la tasa de desempleo y la imposición de políticas de austeridad draconianas. Con la recuperación de mediados de 2010 y la ayuda coyuntural de la caída de los precios del petróleo que, combinada con el menor costo de la mano de obra local, dio un impulso apreciable en términos de competitividad internacional, la región catalana ha logrado sacar partido del juego económico, incluso aplicando esas medidas de austeridad tan criticadas.
En Cataluña, como en otros lugares, «recuperar el crecimiento» ha sido sinónimo de bajas salariales, inseguridad laboral y recortes en los beneficios sociales. Y en Cataluña en particular, ha sido el gobierno local, y los independentistas en el poder, quienes han aplicado estas políticas de austeridad. Dentro del movimiento independentista actual, las oposiciones de clases atrapadas en el movimiento conjunto de austeridad y «recuperación» se han manifestado a través de luchas de poder. El desafío del proceso de independencia es el de dar un significado económico y social a la reanudación de la acumulación en un área particular, Cataluña, lo que se manifiesta a través de un conflicto de naturaleza política. En un contexto social tenso, el ala de extrema izquierda, la CUP, con un número reducido de votos en el Parlamento, desempeña el papel de árbitro: obtener sus votos se vuelve indispensable. En 2016, el presidente de la Generalitat, Artur Mas, que aplicó las medidas de austeridad, pagó el precio de esta situación y tuvo que ceder el sitio a Carles Puidgemont, no menos de derechas, pero cuyas convicciones independentistas son claras. Políticamente, pues, la tensión consiste en hacer de la cuestión de la independencia una cuestión «social», y aquí es donde la participación de masas de gente que sale a la calle no puede reducirse a la histeria nacionalista o la manipulación por parte de la burguesía.
En este marco político, para la coalición gobernante, y particularmente para su ala derecha, la organización del referéndum del 1 de octubre también una forma de cabalgar el tigre de la insatisfacción de las masas antes de que se vuelvan en su contra. Designar a Madrid como el origen de todos los males exime al gobierno de la Generalitat de los reproches que se le hagan y le permite restablecer la unidad de fachada sin la que ningún Estado puede gobernar. El populismo presenta así el doble aspecto de un movimiento «popular» y de un movimiento de Estado, es decir, de la clase dominante, lo que puede crear una situación cambiante, con contornos que se redefinen permanentemente.
Sin embargo, este carácter cambiante, vinculado a la naturaleza interclasista del populismo, solo indica que las clases, incluso si están vinculadas por una supuesta identidad, se encuentran permanentemente en lucha; es eso lo que las define como clases. Como ideología, el populismo enmascara sin duda las relaciones de clase reales (oculta la explotación), pero si las enmascara no dejan de existir en su seno ni de conservar su contenido conflictivo. Ese contenido es incluso el que hace del populismo algo necesario, pues ninguna ideología se forma alrededor de relaciones transparentes y horizontales: no se está diciendo otra cosa al decir que el populismo expresa conflictos reales bajo una forma ideológica. Pero mientras la situación permanezca en este marco, en el que todos los segmentos de clase movilizados tienen cada uno como meta postular a su manera el pueblo, ideológica y prácticamente, como una comunidad sustancial que fundamenta el Estado y que tiene por base las relaciones sociales capitalistas (y por lo tanto su ocultación), y pese a los aspectos espectaculares que pueda adquirir este movimiento, que a veces puede ponerse a sí mismo en escena como un movimiento de ruptura, el movimiento permanece dentro de los límites que él mismo se ha fijado y de los que no irá más allá como quien no quiere la cosa, sin darse cuenta de ello. Uno no hace que la revolución como si tropezara.
Si los segmentos del proletariado que se encuentran involucrados en la articulación interclasista de las luchas actuales son incapaces de distinguir entre los intereses reales «del» proletariado y los de la burguesía o la clase media, es porque esos «intereses reales» no son realmente distintos. Sería absurdo contentarse con declarar que «el» proletariado es internacionalista o que el pueblo como tal sólo puede ser libre sin el Estado, como si la actividad real de la clase estuviera situada en un plano en el que su existencia social en el capitalismo fuera puramente accidental o contingente frente a la realidad trascendente de «la» clase.
Con el populismo, se ve en qué medida la unificación a priori, la unidad de clase exigida y reivindicada por aquellos para quienes la «convergencia de las luchas» condiciona su éxito, es en realidad una reconfirmación pura y simple del orden establecido. Lo que converge en las luchas interclasistas son siempre segmentos del proletariado cuyos intereses se superponen con los de las clases medias; es este cruce lo que constituye a la «sociedad civil» como un objeto de reivindicación, y desde el momento en que la sociedad civil es el problema, las relaciones sociales capitalistas se vuelven incontestables, porque se presuponen. A partir de ahí no hay más que un problema de «reparto de la riqueza», sin saber de qué «riqueza» se trata y de dónde proviene.
La unificación de la clase como clase revolucionaria sería más bien la multiplicación de los conflictos en torno a lo que la hace existir como clase segmentada, dentro de las condiciones planteadas por esta existencia, es decir, no sólo la explotación, que es directamente la segmentación (división del trabajo), sino también las divisiones de género y raciales, y también más en general todo lo que se cabe llamar «desigualdades» sociales. En concreto, es otra forma de decir que la clase no se unifica sino aboliéndose como clase, atacando directamente (incluso si ese directamente puede conllevar formulaciones ideológicas) aquello que la hace existir como clase explotable y explotada.
Dicho esto, hemos de constatar que este cuestionamiento de la clase por sí misma apenas está a la orden del día, salvo negativamente. Es muy probable que el momento populista sea un trago desagradable que habrá que pasar. Porque si el populismo nos resulta poco simpático por sus concepciones, la reacción del Estado «clásico» en contra de lo que sigue siendo para él un desafío a un delicado orden capitalista a preservar bien puede consistir en nuevas medidas de represión y seguridad. Y en todas partes están surgiendo movimientos nacionalistas con componente populistas mucho menos «sociales» que el de los separatistas catalanes, o incluso están directamente en el poder, como en Hungría, Polonia u otras partes.
Por lo demás, los diversos movimientos separatistas que participan a su manera en el movimiento de redefinición del Estado también indican que a nivel mundial la división del espacio social y geográfico ya en curso antes de la crisis de 2008, no hace sino acentuarse. Si de momento sólo se plantea a modo de hipótesis, el establecimiento conjunto de zonas-basurero habitadas por población excedente desprovista de instrumentos de lucha y zonas ricas atrincheradas sobre sus supuestos privilegios, estén aseguradas por una pertenencia cultural, étnica o nacional, tampoco es una perspectiva tranquilizadora.
AC