Desbordar lo gestionable
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Una de las definiciones que ofrece la rae de gestionar es la de ocuparse de la administración, organización y funcionamiento de una empresa, actividad económica u organización.
Es un término que, evidentemente, proviene de la esfera económica, del mundo jurídico-empresarial que se ha instalado en todos los ámbitos de nuestras vidas, de tal manera que ya forma parte fundamental de nuestro quehacer diario.
Todo es susceptible de ser gestionado, todas las personas somos susceptibles de ser gestionadas (incluso de autogestionarnos) Cualquier concepto que consigamos pensar es gestionable: personas, conflictos, relaciones, emociones, entorno, tiempo, migraciones… Nada ha conseguido escapar al poderoso influjo de la mercantilización. Todo es un producto, todos lo somos. Los grandes gurús, encumbrados como la voz de sus amos, nos alientan a que seamos buenos gestores. Todo esto sucede porque hasta el último rincón de nuestra vida ha sido conquistado por la megamáquina capitalista y convertido en simple producto.
Ya no se afrontan conflictos ni retos, se gestionan. Ya no se reclama ni se confronta, se gestiona. Ya no se sufre ni se ama porque ahora las emociones se gestionan. Todo se ha convertido en una maldita burocracia individualizada.
Los gobiernos han adoptado como su forma habitual de funcionamiento la gestión de la crisis permanente, sometiéndonos a la excepcionalidad constante, convirtiéndola así en la norma. De esta forma, la crisis es continua y su gestión imprescindible. En nombre de esta constante urgencia el poder encuentra mil y una oportunidades para reestructurarse y poder modificar sus mecanismos de control una y otra vez mientras la mayoría espera la llegada de mejores tiempos. Tiempos que nunca van a llegar.
Lo lógico sería pensar que la crisis es el fracaso del sistema, es decir, lo que vivimos en la actualidad no sería otra cosa que la gestión sin fin de un derrumbe que nunca acaba de llegar pero que no podemos (¿queremos?) evitar porque, en última instancia, la lucha siempre acaba siendo por ver qué forma de gestionar es mejor. Porque hemos perdido la capacidad de imaginar siquiera algo diferente.
Hemos adoptado el vocabulario del enemigo y lo hemos interiorizado hasta hacerlo nuestro. Con ello, hemos aceptado su marco conceptual, su lógica de razonamiento, la del beneficio económico. Somos parte de él, jugamos en el mismo equipo.
La única opción es desbordar lo gestionable, imposibilitar su forma de gobernarnos, de dominarnos. Hacer impensable la neutralización de conflictos, de posibilidades de cambio. Romper el marco teórico que constriñe todo cuanto sucede a día de hoy para poder así negar la gestión. Porque, en última instancia, negar la gestión es negar la posibilidad de ser gobernados. Es abrir la puerta hacia un nuevo horizonte.