[Análisis] Revuelta, no terapia

Extraído de La Peste. Texto de Wolfi Landsreicher. Publicado originalmente en Willful Disobedience.

Cuando la idea situacionista de que la revolución podría ser terapéutica se abrió camino en el idioma inglés, se abrió la caja de Pandora de los malentendidos. Tengo claro que los situacionistas propusieron que una ruptura revolucionaria real debería romper las limitaciones sociales que subyacen en gran parte de lo que se considera “enfermedad mental” y “trastorno mental”, liberando a las personas a descubrir sus propios significados y métodos de pensar y de sentir. Pero muchas han entendido este concepto de otra manera, tomándolo en el sentido de que la revolución es algo como un grupo de encuentro, una sesión de consejos o una sesión psicológica de “autoayuda”. Un autoexamen continuo, un confesionalismo embarazoso, una gama de productos de apoyo, espacios seguros y similares han llegado a ser asimilados como actividades revolucionarias. Y muchos de los así llamados revolucionarios, en conformidad con dicha práctica, tienden a convertirse en neuróticos emocionalmente lisiados que asumen que están en búsqueda de una cura revolucionaria, una cura que nunca llegará, porque este rol asumido lleva consigo la perpetuación de ese papel y, por lo tanto, tiende a perpetuar la sociedad que lo produce. Lo que falta en esta concepción terapéutica de la revolución es la rebelión.

La destrucción del orden social con el objetivo de liberarnos de toda dominación y explotación, de cada obstáculo para el pleno desarrollo de nuestra singularidad, sin duda requiere un análisis de cómo nuestras vidas, nuestras pasiones, nuestros deseos y sueños se han alejado de nosotras, cómo nuestras mentes se han limitado a sí mismas de ciertas formas, cómo hemos sido entrenadas para seguir la lógica de la sumisión.

Sin embargo, un análisis de este tipo debe ser un análisis social, no un psicoanálisis. Debe ser un examen de las instituciones sociales, roles y relaciones que dan forma a las condiciones en las que nos vemos obligadas a existir.

Consideremos esta analogía. Si una persona se ha roto una pierna, por supuesto, tiene que tratar de ponerle arreglo, ponerse un yeso o una tablilla y conseguir unas muletas. Pero si la razón por la que está teniendo problemas para caminar es que alguien le ha atado a una bola y una cadena en su pierna, entonces, la primera prioridad es cortar esa cadena y luego garantizar que no vuelva a suceder destruyendo el origen de la cadena.

Mediante la aceptación de la idea –promovida en gran medida por la educación progresista y la publicidad– de que las estructuras de opresión están esencialmente dentro nuestro, nos centramos en nuestra presunta debilidad, en qué tan lisiadas se supone que estamos. Nuestro tiempo se esfuma en intentar una autosanación que nunca llega a su fin, porque hemos llegado a estar tan centradas en nosotras mismas y nuestra incapacidad para caminar, que no nos damos cuenta de la cadena en nuestra pierna. Este ciclo sin fin de autoanálisis y fijación en una misma, no solo es tediosamente autocompasivo; también es completamente inútil en la creación de proyectos revolucionarios, porque nubla la posibilidad de hacer un análisis social y nos transforma en personas menos capaces.

El abordaje terapéutico de la cuestión de la opresión social acaba centrándose en una gran cantidad de “-ismos” con los que estamos infectados: racismo, sexismo, clasismo, estatismo, autoritarismo, edadismo (discriminación por la edad), etc. Debido a que los dos primeros establecen una diferencia más clara entre un análisis psicológico y un análisis social del tema, es decir, entre el enfoque de lo que es terapia y de lo que es revuelta, voy a examinarlos brevemente. Viendo el racismo y el sexismo como mentalidad esencialmente inconscientes, el comportamiento que éstos producen tienen una naturaleza dentro de nosotras de la que no siempre somos conscientes, esto nos empuja a una práctica de autoexamen constante y constantes dudas sobre una misma, y esto es algo que nos incapacita, sobre todo a la hora de interactuar con otras personas. El racismo y el sexismo se convierten en algo nebuloso, un virus omnipresente que infecta a todos. Si uno tiene la mala fortuna de ser “blanco” y “varón” (incluso si uno rechaza conscientemente todas las restricciones sociales y definiciones que hay detrás de estas etiquetas), entonces uno está obligado a aceptar el juicio de “no-blancos” y “hembras” sobre el “real” significado y
las “verdaderas” motivaciones inconscientes de las acciones de uno. Lo contrario constituiría la arrogancia, la falta de consideración y un ejercicio de “privilegio”. El único resultado que he visto de esta forma de lidiar con estos asuntos –y sin duda, es el único resultado que he visto– es la creación de un grupo de personas esquivas, tímidas y cautelosas, siendo inquisidores con los de su alrededor por miedo a ser juzgados, y tan incapaces de atacar las bases de esta sociedad como lo son de relacionarse con los demás.

Si, por otra parte, consideramos que el racismo y el sexismo son expresiones de las construcciones sociales ideológicas de raza y género y que tienen bases institucionales específicas, entonces hay que aplicar un enfoque diferente. El concepto de raza como se entiende actualmente aquí en norteamérica tiene su origen en las instituciones de la esclavitud negra y el genocidio contra los pueblos indígenas de este continente. Una vez establecido por estas instituciones, se arraigó en todas las estructuras de poder en un nivel u otro, y debido a su utilidad para la clase dominante se propagó hacia las clases explotadas para dividirlas y mantenerlas enfrentadas entre sí. El sexismo tiene su origen en las instituciones de la propiedad, el matrimonio y la familia. Es aquí donde el patriarcado y la dominación se asientan. Dentro de este marco, el género se crea como una construcción social, y como con la raza, es la continua utilidad que tiene esta construcción para la clase dominante, la que la ha mantenido a pesar del aumento del absurdo de las instituciones y sus fundamentos. Por lo tanto, la destrucción del racismo y el sexismo debe comenzar con el proyecto, de forma explícita revolucionaria, de la destrucción de los marcos institucionales que son la base actual de las construcciones de raza y género. Tal proyecto no es un proyecto terapéutico, sino de rebelión y revuelta. No se logrará siendo esquivas, tímidas y cautelosas –ni por inquisidoras– sino por las rebeldes indomables seguras de sí mismas.

No voy a entrar en lo absurdo de términos como clasismo o estatismo aquí porque no es mi propósito. Mi propósito es señalar que, a pesar de que la lucha revolucionaria puede tener el efecto “terapéutico” de romper las limitaciones sociales y abrir la mente a nuevas formas de pensar y de sentir que hacen a una más inteligente y apasionada, esto es precisamente porque no es una terapia, la cual se centraría en la debilidad de una, sino que es un proyecto autodeterminado de rebelión que surge de la fuerza y voluntad de una misma.

La libertad pertenece al individuo –este es un principio anarqusita básico– y como tal reside en la responsabilidad individual de una misma y la libre asociación con otras. Por lo tanto, no puede haber ningún compromiso ni deudas, sólo elecciones de cómo actuar. Abordar terapéuticamente los problemas sociales es todo lo contrario de esto… porque se basa en la idea de que estamos paralizadas en vez de encadenadas, de que somos débiles en vez de que estamos oprimidas, así se impone una interdependencia obligatoria, una mutua incapacidad, más que un intercambio de fuerzas y capacidades. Esto se parece mucho a la manera oficial de tratar estos problemas. Y no es de extrañar. Es la naturaleza de la debilidad someterse. Si todas asumimos nuestra debilidad como algo propio –una debilidad que nos ha sido infectada por las diversas enfermedades sociales– entonces vamos a seguir alimentando una forma sumisa de interactuar con el mundo, siempre dispuestas a aceptar la culpabilidad, a pedir disculpas, a retractarse de lo que hemos dicho o hecho. Esto es lo contrario de la responsabilidad, que actúa conscientemente, con la seguridad de crear una proyección hacia la vida, preparada para asumir las consecuencias de las decisiones propias –aunque sea al margen de la ley–.

En el contexto de diez mil años de opresión institucional, a diez mil años de que clases dominantes y las estructuras que apoyan su poder hayan determinado las condiciones de nuestra existencia, lo que necesitamos no es una terapia, sino una revuelta de una fuerte convicción destinada a desarrollar un proyecto revolucionario que pueda destruir esta sociedad y sus instituciones.

Wolfi Landstreicher

Publicado originalmente en Willful Disobedience

Fuente: Contra la lógica de la sumisión